lunes, 16 de febrero de 2015

BOTÍN DE GUERRA










Humo gris y negro se arremolina formando los rostros y apariencias de los demonios que lo habitan.  Roncos alaridos salen de sus fauces llevados por el viento.  Rojos y amarillos sucios arden e iluminan la extraña belleza de la destrucción.   –Todavía no viste nada~ piensa.
Al otro lado de la ruta, surgida de quién sabe  dónde,  una criatura desgreñada, semidesnuda, la boca en un pozo de dolor, pavor en la mirada sin lágrimas, parece pedir ayuda extendiendo sus manos. –Ahora o nunca~ se dice.

National  Geographic Magazine lo premió por la mejor foto del año.

martes, 10 de febrero de 2015

ATRAPAR EL JILGUERO

Amanece. Ernestina, después de haber mirado el cielo tratando de descifrar en la luz el tono del día, sale a ver sus plantas y su quinta. Este año los zapallos y las acelgas prometen, pero habrá que poner mucha atención a los tomates.
Es menuda, ya mayor, la carne se hunde entre los tendones de sus manos y anda tan volátil con sus piernas ligeras como un gorrión carreteando antes de tomar vuelo. Hace unos días que no se siente muy bien; a veces le parece que se le traba algún músculo cuando corrige los tutores de las plantas o se agacha a sacar yuyos; otras, aparece una angustia que se reprocha. Hoy tiene miles de suspiros atascados en el pecho.
─Habría que podar el limonero ─ piensa, pero esa ya no puede ser su tarea. Un poco más de agua a los paraísos y las retamas.
 Vuelve a casa a prepararse unos mates pensando en Silvia, su hija. Seguramente llamará en un rato. Está en esa edad en la que se va por la vida como por una cinta transportadora infinita que no nos deja mirar ni a derecha ni a izquierda, tampoco salir de ella hasta llegar al fin de una jornada de obligaciones.
Silvia se preocupa por ella, pero no sabe hallar el tiempo para recorrer los cien kilómetros de autopista que las separan y quedarse dos días.
Ernestina, claro, se preocupa por Silvia. ¿Tendrá algún amor, pensará en tener hijos, cómo serán sus amigos? Esas cosas de las madres.  No sabe cómo lograr que  venga a verla sin que su pedido suene a exigencia, reproche o alarma. Suspira.
Destapa la jaula del  jilguero que en seguida empieza a cantar. Se lo regaló Antonio, su marido, poco antes de morir. –Te alegrará y te hará compañía ─ le dijo.  Y así fue.
─Buenos días, Caruso ─  lo saluda. ─Hoy será un día  para poner tu jaula afuera, pero antes hay que limpiarla.
─Pensar que casi te pongo Pavarotti,  tan chiquito ─ ,  ríe. Abre la jaula y saca el recipiente para el agua.
Suena la campanilla del teléfono.
─Silvia, hijita, ¿cómo estás?
─Bien  viejita linda, ¿y vos?
─ Con un tiempo precioso. ¿No te animás a venir el fin de semana? Compré la carne que te gusta.
─Mamá, sabés  que no puedo. Estoy en la peor época de  trabajo.
─¡Caruso, Caruso se ha escapado de la jaula!
-Andá. Te llamo a la tarde.
Ernestina desespera. Descuelga la jaula y sale desalada mirando a derecha e izquierda, a los cielos y al pasto.
─ Caruso no me dejes─, dice entre sollozos sin saber hacia dónde correr.
Respira hondo. ¿Dónde buscar un pajarito? En el jardín ya no está.
Sale a la calle. La jaula se sacude en su mano mientras ella sigue corriendo como puede, llamando a su Caruso.  Llega a la plaza del pueblo, mira entre las ramas de los árboles, huele el aire como una loca.
En un banco está don José, un viejo jubilado que hace de guardián honorario de la plaza  para ocupar su tiempo. Don José toma sol con el  sombrero a su lado. Ernestina se sienta a llorar sus desdichas. Don José señala el sombrero. Ella no quiere entender tan rápido. Necesita llorar un poco.
─ Vamos doña, no llore. Su jilguerito está bajo el sombrero.  Se acercó tan confiado que en seguida lo atrapé. A ver, ponga la jaula así, ¿ve? La puertita abierta, y ahora…
El jilguero entra a la jaula como si nada hubiera pasado. Pica el alpiste y vuelve a cantar.
Ernestina no sabe cómo agradecer.
─ Venga a almorzar conmigo─, invita.
─ Vamos.
Cocina la carne comprada para Silvia, y destapa un vino de los que guardaba Antonio. Comen, hablan de lo que los acerca por generación. Los achaques, los recuerdos de infancia, los sucesos y sufrimientos de su época. Se hace el momento de silencio que siempre llega. Ernestina está a punto de preguntar. En el último instante se da cuenta de su propia trampa. Preguntaría para poder hablar de Silvia. No es justo. Sería volver a pesar sobre don José y hoy se trata de agradecer y escuchar. Al cabo, el día ha sido sólo de ellos.  Tarde ya, don José se marcha. Ahora está tan, tan cansada. 
Al caer el sol,  va a tapar nuevamente la jaula cuando Silvia vuelve a llamar.
─ Y… ¿lo recuperaste?
─Sí, hijita, sí. Don José, el guardián de la plaza lo encontró.  Lo traje a almorzar. Comimos  y conversamos  mucho y ahora ya estamos por ir a dormir.
─ ¿Quiénes estamos? ¿Te volviste loca? Salgo para allá. Esperame despierta.
Silvia no da tiempo a nada.
Ernestina se acomoda en su hamaca, mira al jilguero pero habla para sí:
─ ¡Mirá por dónde un plural mal comprendido ha servido de sombrero!
Cierra los ojos. Sonríe.


EL REGALO DE LOS DIOSES

Desde la llegada de los dioses que no fueron, cuando creímos que se trataba del milagro esperado a través de los tiempos y, alegres y reverentes nos entregamos a lo que culminó en dolor y humillación, ninguno volvió a creer en milagros, ninguno volvió a mirar el mar ansiando ver naves venidas desde donde aire y mar se juntan.
Llegaron con ropas pesadas que escondían su semejanza con nosotros,  armas que escupían terribles bolas negras y humo,  cuchillos más largos y cortantes que nuestras piedras de sacrificar y también, debo decirlo, con este nuevo lenguaje.
Nuestra vida cambió. Nuevos sufrimientos, nuevas enfermedades, nuevas formas de morir. Ya no fuimos dueños de lo que fue nuestro ni de andar nuestra vida como la andábamos; tampoco de obedecer las órdenes que nuestro rey y nuestros sacerdotes recibían de los astros que nos guían.
No, nadie volvió a esperar a los dioses prometidos. Pero si ahora puedo cantar en palabras que nunca fueron nuestras, es por el regalo. Tal vez nuestros dioses y los de ellos se han puesto de acuerdo. Lo pienso y el agua del manantial del sentimiento brota de mis ojos. Sin embargo no estoy seguro de lo que vendrá.
Cuando llegaron se golpeaban el pecho y decían “YO” con gran orgullo. Luego estirando el brazo hacia cualquiera de nosotros, decían “TÜ”.
Tengo que aclarar ahora que entre nosotros no existen esas palabras. Hay una que, a excepción de nuestro rey-dios y de nuestros sacerdotes, nos nombra a todos: Piedra-del-gran-Pueblo.
Sus gestos y sus voces fuertes y brutales trajeron enormes confusiones y castigos. Si uno de ellos preguntaba:-¿Quién hizo esto?, y uno de nosotros contestaba ─Yo ─ señalando a uno de sus compañeros, llegaban la burla, el escarnio y el castigo. Peor aún era cuando a la misma pregunta respondíamos ─Tú ─, pensando en cualquier Piedrita-del-gran-Pueblo.
Soy el escriba del rey-dios,  encargado de registrar en la piedra con algunos pocos signos la memoria de cada año. Por eso traté de aprender el lenguaje de los dioses falsos, porque ellos son, como el regalo de hoy, lo esencial del  año.
Ayer, su cacique (no puedo llamarlo dios) volvió al mar con muchos de ellos, dejando a los más duros y crueles con nosotros para que nos eduquen. Pero también quedó, creo que por su voluntad, el hombre de la túnica larga con cordón y maderas cruzadas sobre el pecho, y una sarta de bolitas que cuelga de su cintura y que a menudo acaricia con cariño. Es un hombre bueno y paciente que me tiene cierto afecto. Mientras su cacique volvía al punto de unión entre el cielo y el mar, hoy,  día del gran regalo,  me llevó a la sombra de las palmeras y me reveló el misterio del “Yo” y del “Tú”.
Ah, esta Piedrita- del- Gran- Pueblo aún no sabe qué signos usará para explicarlo todo.
Jamás creí poder ser un Yo y tengo miedo.
Llevé mi voz al rey-dios quien ordenó reunirnos ante la piedra de sacrificio. Cuando estuvimos todas las Piedritas-del-Gran- Pueblo, dijo:-¡Habla!
Fue como el silencio que antecede el terremoto. Después, cuando todas las Piedritas-del-Gran-Pueblo parecieron comprender, la tierra tembló de tanto baile y grito ritual.
Algo se ha liberado en cada uno. Hay una fuerza distinta. Me gusta y le temo. Algunas miradas ya han cambiado. El hombre de la túnica nos observa con amor y preocupación.
Es un gran regalo, sí, pero ¿qué ha de suceder cuando vuelva el falso dios y vea lo que somos ahora? Tiemblo.